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El Cónclave: una partida de ajedrez en la penumbra del poder

 


“En el ajedrez del poder, ni la fe ni la astucia bastan: solo quien entiende las sombras decide el destino del juego”


Una elección papal no es solo un acto de fe. Es también —y tal vez sobre todo— un rito del poder. La película Cónclave (2024), dirigida por Edward Berger, es una demostración precisa y perturbadora de ello. Quien piense que en la Capilla Sixtina solo se reza, no ha entendido nada del ajedrez político que se juega bajo sus frescos. Cada sotana oculta una estrategia, cada rezo una táctica, y cada voto, una jugada con consecuencias históricas. No estamos ante un drama religioso, sino frente a una disección quirúrgica del poder en su forma más pura: la lucha por el mando entre iguales que se dicen hermanos, pero se mueven como enemigos en un tablero de alianzas frágiles y ambiciones voraces.


El gran acierto de Cónclave es mostrar que el poder no necesita del estruendo para consolidarse. A veces, basta el silencio, la mirada, el gesto calculado. En ese sentido, el filme es una clase magistral de narrativa política donde las palabras pesan menos que las intenciones, y donde la historia se decide no por lo que se dice, sino por lo que se calla. La elección del nuevo Papa —esa figura que cargará con los pecados, esperanzas y contradicciones de mil millones de fieles— se transforma en un campo de batalla donde el dogma, la tradición y el cambio se enfrentan con una crudeza que desmonta la fantasía de santidad.


Las piezas en movimiento


Cada cardenal en la película encarna una corriente, un mundo, una memoria. Bellini, progresista y reluctante; Adeyemi, disruptivo y mestizo; Tedesco, conservador y reaccionario; Tremblay, pragmático y maquiavélico. Y en el centro, el cardenal Lawrence, decano y equilibrista, atrapado entre la obediencia al ritual y la conciencia de que el Vaticano, como cualquier poder, se pudre cuando el secreto se convierte en sistema.


Ninguno de ellos es santo. Todos juegan. Todos ocultan. Todos tienen un precio. Y eso no los hace menos humanos, sino más reales. La película nos recuerda que el poder siempre ha estado hecho de carne, no de dogmas. Los escándalos que estallan —desde la ocultación de abusos hasta la manipulación de votos— no son excepciones sino síntomas de una lógica de supervivencia política que impregna incluso los lugares donde supuestamente habita la divinidad.


Y aquí radica la profundidad de la cinta: en desmontar la imagen idílica de la Iglesia sin necesidad de atacarla. No es un filme contra la fe, sino contra la hipocresía. No es un ataque al cristianismo, sino a quienes lo usan como escudo para perpetuar privilegios, lavar culpas o blindar intereses.


Un tablero cerrado, una partida abierta


El cónclave, como espacio físico y simbólico, es el claustro perfecto para que el poder se vuelva teatro. No hay prensa, no hay cámaras, no hay público. Solo actores encerrados, sin escapatoria, obligados a desenmascararse entre ellos. La política, despojada de ornamentos, se convierte en lo que es: un juego crudo donde cada quien calcula, mide, esconde. El ajedrez aquí no es solo una metáfora: es la arquitectura profunda del relato.


Cada votación es un movimiento. Cada discurso, una amenaza. Cada silencio, una advertencia. La estrategia se despliega en la oscuridad, porque solo en la penumbra se forjan las verdaderas decisiones. La tensión no se resuelve con mayorías simples, sino con equilibrios precarios, con pactos invisibles, con claudicaciones que nadie admite pero todos comprenden. El humo blanco que sale de la chimenea no anuncia la voluntad divina, sino el momento en que los jugadores han acordado dejar de combatir.


Y sin embargo, lo más perturbador es el final. Ese giro inesperado que revela un secreto devastador y deja claro que, incluso cuando se cree haber ganado, el poder siempre se reserva una última carta. El “jaque mate” no lo da quien más votos consigue, sino quien conoce mejor las reglas ocultas del sistema. Esa es la lección más amarga que deja la película: en política, muchas veces la verdad no importa, porque el relato es más fuerte que la realidad.


La narrativa como herramienta de control


Cónclave también es una lección sobre el poder de la narrativa. Cada facción eclesiástica intenta imponer no solo a su candidato, sino su propia versión de lo que debería ser la Iglesia. Es una guerra de relatos disfrazada de deliberación. Los conservadores apelan a la defensa de la tradición como escudo contra el caos. Los progresistas esgrimen el evangelio de la inclusión como bandera de cambio. Y ambos manipulan, seleccionan y tergiversan pasajes, símbolos, encíclicas y silencios para justificar sus decisiones. El poder aquí no se impone con fuerza, sino con palabras, con gestos, con la capacidad de hacer que una historia parezca inevitable.


Lo mismo ocurre en la política contemporánea. Gobernar es narrar. Y quien controla el relato, controla las emociones, los temores, las esperanzas de las masas. No se trata ya de tener la razón, sino de parecer auténtico. De emocionar. De construir enemigos y promesas. El poder ha dejado de ser vertical para convertirse en emocional. Y la película lo muestra con crudeza: no gana el más santo, sino el más astuto. No el que escucha a Dios, sino el que convence mejor a los hombres.


El cardenal Vincent Benítez es el corazón del Cónclave, un outsider mexicano cuya fe y humildad lo convierten en un contrapeso a las ambiciones y corrupciones del juego político vaticano. En el ajedrez político de la película, Benítez es la pieza que, desde una posición inicial de aparente insignificancia, logra el jaque mate, no por astucia, sino por su autenticidad. Aunque su trasfondo en Kabul y el giro de su intersexualidad son licencias creativas, estos elementos refuerzan su rol como símbolo de esperanza y cambio. La actuación de Carlos Diehz, impregnada de vulnerabilidad y fuerza, hace de Benítez un personaje memorable, cuya historia trasciende la ficción para invitar a reflexionar sobre el poder, la fe y la inclusión en cualquier esfera de la vida.


Epílogo


Decía Maquiavelo que “los hombres en general juzgan más por los ojos que por las manos, porque ver pertenece a todos, tocar a pocos”. En Cónclave, como en todo juego de poder, lo que se ve es solo el teatro. Lo que importa ocurre en la sombra. Y quien quiera gobernar debe entender que la virtud —como la fe— no basta si no está acompañada de estrategia. El poder no premia la pureza, premia la inteligencia. No castiga la mentira, castiga la torpeza. Y en esa lógica brutal, pero profundamente real, se decide el destino de instituciones, pueblos y religiones.


Porque al final, incluso el trono de San Pedro se juega como una partida de ajedrez. Y en ese tablero, como en la vida, no gana quien más cree en Dios, sino quien sabe moverse entre los hombres del cónclave. 


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