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El déficit como relato de guerra: Trump y Xi en el tablero del poder global


 “Cuando las importaciones se vuelven símbolos y los aranceles discursos de fuerza, el verdadero conflicto no es comercial… es por el control del relato mundial.”


A partir de esta medianoche, Estados Unidos activará nuevos aranceles del 104% sobre productos chinos. El anuncio, hecho con tono desafiante por la secretaria de Prensa Karoline Leavitt, no deja lugar a dudas: el presidente Donald Trump ha escalado el conflicto comercial con Pekín hasta niveles que ya rozan lo geopolítico y lo ideológico. No es solo una nueva cifra; es una declaración de guerra simbólica, narrativa y estratégica.


China no tardó en responder. “Si EE.UU. insiste en tomar este camino, China peleará hasta el final”. La declaración del Ministerio de Comercio chino resume el carácter del conflicto: no es una negociación, es una confrontación. Un choque de dos modelos, dos liderazgos y dos formas de entender el mundo. Un ajedrez de poder donde ambos líderes han decidido avanzar peones, caballos y torres sin miedo al jaque.


Trump y el poder de la intimidación


Donald Trump ha convertido el déficit comercial en un símbolo de traición interna y humillación internacional. En su lógica narrativa, Estados Unidos fue saqueado por líderes blandos, cómplices de una globalización que favoreció a China y empobreció a la clase trabajadora estadounidense. Trump no habla de comercio: habla de soberanía. No discute cifras: construye enemigos.


Cada arancel impuesto es parte de una puesta en escena donde él aparece como el líder que “tiene el valor de hacer lo que otros no hicieron”. Leavitt lo sintetizó bien: “Trump tiene una resistencia de acero y no se va a quebrar”. Esa es la tesis que lo sostiene, aun cuando las consecuencias económicas empiecen a notarse.


La política comercial de Trump no es negociadora: es disciplinaria. Castiga, presiona, impone. Se fundamenta en la lógica del matón que golpea primero para que el otro entienda que debe agachar la cabeza. Lo ha dicho el Partido Comunista chino con crudeza: “Eso no es diplomacia. Es extorsión torpe disfrazada de política”.


Xi, entre el orgullo y la presión interna


Del otro lado, Xi Jinping ha asumido el reto no desde la improvisación, sino desde la estrategia de largo plazo. El líder chino sabe que su imagen está íntimamente ligada al relato del “rejuvenecimiento nacional”. Y en esa historia, ceder ante Trump sería una grieta en la fachada de fortaleza que lo sostiene. La frase es clara: “China peleará hasta el final”.


Pero no todo es retórica. La economía china atraviesa presiones internas severas: desempleo juvenil persistente, desaceleración del consumo, una crisis inmobiliaria que no termina de resolverse. Una guerra comercial no es oportuna. Pero Xi y su entorno lo saben: el costo de parecer débil sería aún mayor. Por eso, mientras condenan la “intimidación” estadounidense, activan a sus empresas estatales, inyectan liquidez al mercado, y publican editoriales en el Diario del Pueblo que prometen confianza y capacidad para resistir.


El uso del discurso de Ronald Reagan de 1987 en redes sociales por parte del Ministerio de Relaciones Exteriores chino es más que anecdótico. Es una jugada propagandística sofisticada que busca fracturar el frente interno de Trump, mostrar contradicción entre pasado y presente republicano, y ganarse simpatías internacionales. Pekín no sólo responde: contraataca con narrativa.


Y lo hace con números que respaldan esa narrativa. En 2024, el superávit comercial de China con el resto del mundo alcanzó los 992.000 millones de dólares, según cifras de la Administración General de Aduanas china. Se trata del mayor superávit en la historia de China, y probablemente del mundo. Este dato no es solo técnico: es simbólico. Pekín lo esgrime como prueba de su fortaleza estructural, de su capacidad para resistir sanciones externas, y de su rol como centro productivo del planeta. Para Xi, este récord no es solo una estadística: es una afirmación política.


La narrativa como arma estratégica


Ambos líderes comprenden que el tablero comercial es solo una parte del conflicto. Lo que realmente está en juego es el sentido del relato. Trump ha apostado por una narrativa que mezcla patriotismo económico, nacionalismo productivo y miedo al extranjero. Es efectiva, directa, emocional. Xi, por su parte, responde con una narrativa de dignidad civilizatoria, resistencia colectiva y liderazgo multipolar.


Ambas narrativas no solo se enfrentan en los despachos. Se despliegan en editoriales, videos emocionales, discursos, redes sociales y símbolos. Y en el contexto global, esa batalla simbólica tiene más impacto que cualquier dato técnico.


La disputa ya no es solo sobre quién tiene razón, sino sobre quién logra que el mundo —y sobre todo sus propios pueblos— crean que la tiene.


El ajedrez del poder mundial


En el fondo, esto no es una guerra comercial. Es una guerra por la hegemonía. Por eso Trump redobla sus aranceles, incluso cuando los efectos negativos sobre su propio mercado son evidentes. Y por eso Xi responde con entereza, aunque su economía no esté en su mejor momento. Ambos líderes saben que este conflicto es observado por todo el planeta: por países que decidirán con quién alinearse, por mercados que decidirán a quién seguir, por ciudadanos que decidirán a quién creer.


Trump quiere volver a imponer el orden unipolar. Xi busca demostrar que ese orden ya no existe. Por eso, aunque los aranceles sean las fichas visibles, lo que se juega es el futuro de la arquitectura mundial.


Los ciudadanos como daños colaterales


Mientras los líderes se lanzan amenazas, los mercados tiemblan. Las bolsas caen, las cadenas de suministro se alteran, los costos de producción se disparan. La inflación golpea, las inversiones se repliegan. Pero para el discurso de poder, esos daños son “colaterales”. El precio de “ganar”.


El pueblo, una vez más, es el peón sacrificado. Y eso es lo que hace de esta guerra comercial algo más que un asunto técnico. Es una crisis política, económica y moral. Porque cuando la política exterior se convierte en espectáculo de fuerza, la ciudadanía deja de ser prioridad y se convierte en decorado.


Moraleja


Maquiavelo escribió que el príncipe debe aprender a no ser bueno. Pero también advirtió que la astucia debe equilibrarse con la prudencia. Hoy, ni Trump ni Xi están mostrando prudencia. Están jugando a todo o nada. Pero lo hacen con el mundo como rehén.


Cuando el déficit se convierte en símbolo, cuando los aranceles se convierten en castigos públicos, y cuando la diplomacia es sustituida por editoriales incendiarios, lo que se pierde no es solo comercio. Se pierde confianza. Y la confianza es el cemento de cualquier orden global.


En este ajedrez de titanes, los reyes se mueven con arrogancia, pero los peones —los ciudadanos, los trabajadores, los pequeños productores— son los primeros en caer.


La moraleja es brutal: cuando el poder se convierte en teatro de guerra simbólica, el precio lo paga quien no tiene palco ni guion.



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