“En Medio Oriente no solo se disputan territorios, se libra la batalla por el relato que gobierna al mundo.”
No hay frontera más difusa que aquella donde termina una guerra y comienza otra. En Medio Oriente, los mapas se redibujan con fuego, y los discursos que se pronuncian en las cancillerías del mundo apenas logran ocultar el verdadero campo de batalla: la lucha por la hegemonía, el control narrativo y la arquitectura del poder regional.
Hoy, lo que arde no es solo la tierra entre Irán e Israel. Arde el concepto mismo de equilibrio, ese delgado hilo que durante años sostuvo la ficción de que la diplomacia podría ser suficiente para contener el choque de dos proyectos irreconciliables: un Israel con poderío nuclear, respaldado sin pudor por Estados Unidos, y un Irán que resiste desde la orilla opuesta, decidido a no doblegarse ante el orden que otros diseñaron para su región.
La percepción general es clara: estamos ante una escalada sin precedentes. Lo que antes eran amenazas indirectas, ataques selectivos y operaciones encubiertas, ha dado paso a un conflicto directo, con misiles volando en ambas direcciones, con daños reales en ciudades, centrales nucleares, aeropuertos y, lo más grave, con víctimas civiles atrapadas en medio de un ajedrez que no eligieron jugar.
Pero este no es solo un enfrentamiento entre dos países. Es una pugna estratégica entre visiones del mundo, alimentada por una narrativa que se ha ido construyendo cuidadosamente desde hace décadas. La narrativa de Occidente, dirigida por Estados Unidos, presenta a Israel como el bastión democrático frente al extremismo islámico, mientras retrata a Irán como una amenaza latente, un actor “irracional” que no puede tener acceso a la energía nuclear, aunque su enemigo sí la posea. Esta construcción narrativa no es inocente. Es parte de un dispositivo hegemónico diseñado para justificar la intervención, legitimar la violencia preventiva y mantener el statu quo geopolítico que garantiza la supremacía estadounidense en la región.
Y es que la hegemonía, como bien lo explicó Antonio Gramsci, no se sostiene solo con tanques y tratados. Se cimenta en el relato que naturaliza quién manda, por qué manda, y quién debe obedecer. Es en ese terreno simbólico donde Estados Unidos ha ejercido con maestría su dominio: no solo impone sanciones, también impone significados. No solo lanza bombas, también lanza ideas que justifican esas bombas.
Lo que está en juego en Medio Oriente es, por tanto, algo más profundo que un territorio o un oleoducto. Es la narrativa misma del orden internacional. El intento de Irán por mantener su soberanía energética y militar choca con la obsesión estadounidense por controlar la arquitectura de seguridad global. La alianza entre Washington y Tel Aviv no es circunstancial, sino estructural: forma parte de un diseño estratégico donde Israel actúa como gendarme regional, respaldado por una legitimidad discursiva que lo absuelve incluso cuando transgrede el derecho internacional.
El reciente bombardeo estadounidense sobre instalaciones nucleares iraníes es un punto de quiebre. No solo dinamita cualquier posibilidad de negociación seria en el corto plazo, también revela la determinación de mantener el dominio por la fuerza. La diplomacia, en este tablero, es apenas una pausa para recargar misiles. Y esa pausa, al parecer, se agotó.
Por su parte, Irán también ha aprendido a jugar el juego del poder con sus propias cartas narrativas. Sabe que el terreno simbólico importa tanto como el militar. Por eso, mientras responde militarmente, también se presenta como víctima de un doble rasero internacional: se le exige contención, pero se le niega el mismo respeto que se otorga a Israel. Se le acusa de desestabilizar la región, pero se ignora que ha sido blanco de operaciones encubiertas, asesinatos selectivos y sanciones asfixiantes durante décadas.
El cierre del Estrecho de Ormuz —aprobado por el Parlamento iraní como posibilidad de represalia— es más que una amenaza: es una jugada de ajedrez que trastoca la economía global. En este mundo interconectado, donde el petróleo sigue siendo el pulso de las potencias, cada misil que cae en Teherán repercute en las bolsas de Nueva York. La guerra ya no es regional, aunque lo parezca. Sus consecuencias son universales, tanto en términos energéticos como en la reconfiguración del poder global.
Mientras tanto, la opinión pública árabe está dividida. Hay quienes ven en Irán un actor legítimo de resistencia, y otros lo consideran un factor de inestabilidad sectaria. Lo cierto es que las fracturas internas del mundo árabe han impedido una respuesta común, permitiendo que el conflicto escale sin contrapesos regionales efectivos. La diplomacia árabe está paralizada, y la comunidad internacional parece resignada a observar, como si la guerra fuera un espectáculo inevitable y no un fracaso colectivo.
Los próximos meses serán cruciales. La pregunta no es solo si habrá una nueva ofensiva o una tregua negociada. La verdadera interrogante es si el mundo seguirá aceptando una arquitectura de poder donde la fuerza legitima el relato, o si se abrirá paso una narrativa alternativa, una que devuelva a la política su sentido de equidad, justicia y respeto entre naciones.
Última escena
En el Arte de la Guerra, Sun Tzu advierte que “la suprema excelencia consiste en quebrar la resistencia del enemigo sin luchar”. Pero en esta guerra —donde todos luchan y nadie vence— la paradoja es brutal: el poder se desgasta incluso en la victoria. El relato de supremacía de Estados Unidos e Israel comienza a resquebrajarse, no porque Irán haya ganado, sino porque el costo simbólico, humano y geopolítico de imponer la hegemonía a sangre y fuego se ha vuelto insostenible.
Y cuando la guerra deja de tener sentido, lo único que queda es el silencio… o una nueva narrativa que aún no se ha escrito.
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